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miércoles, 11 de julio de 2012

La razón


Bajaron de un autobús. Dos hombres me tomaron del brazo. Grité. Callé. No tuve oportunidad: me quedé como si estuviera caminando para atrás, pues los dos hombres me tiraban de los brazos; yo solo me arrastraba. Intenté cerrar los ojos. Quizá haciéndolo, el tiempo podría pasar más rápido. Pero no pude. Mis ojos se mantuvieron abiertos. Se quedaron con la imagen de una profunda calle desapareciendo, mientras mi cuerpo se dirigía a un lugar, que con mi vista, no podía identificar.
Sentía mi cuerpo levitar, hasta que, de pronto, caí en un pétreo piso, metalizado. Quejumbrosamente, traté de pararme, mientras el suelo se movía.
 No lograba ver, pero sí oía gemidos y gritos. Intentaba comprender esto, mas los recuerdos de mis acciones estaban difusos. Sabía que este piso correspondía a un autobús, tal vez policial, y que el movimiento era la consecuencia en tanto nos dirigiéramos a un lugar. ¿La razón? No la descifraba.
Nuevamente, dos hombres exclamaron que saliera –“¡sal de ahí... ven con nosotros!”-. Entre mi arrobamiento, me costaba reaccionar frente a un estímulo. Como no res
pondí, estos hombres, con su robustecido cuerpo, sus grandes manos, me cogieron violentamente y salí. 
Salí. Se prolongó el grisáceo del pavimento, hasta su forma, incluso, las límpidas murallas del sitio tomaron todos estos metalizados colores. Caminé a la fuerza por un delimitado sendero, mientras muchos de estos hombres –ya no eran solamente dos, sino más- caminaban raudamente con armas en sus hombros y látigos que colgaban de sus cinturas.
-¡Camina rápido... Ponte a la fila! –me rugió el hombre, cerca de mis oídos, insistiendo en que debía regirme a su orden.
                Me ubiqué como me dijo el hombre, en una no tan larga
 hilera. No demoré en llegar a lo que pareciera ser el principio. Mis sensaciones se escabulleron y transformaron en una incinerante curiosidad, porque, hallándome en el aparente inicio, uno de estos hombres, tartamudeando y obviando algunas reglas gramaticales, comienza a darme una sentencia, a la cual debía nomás que obedecer.
                -Los hombres acá ‘astigamos duramente a los de ustedes. Según el daño que “hicistes”, no te pondremos a tortura. Mereces otra. Un ‘astigo...
                “¿Qué ‘otra’ tortura? Bueno, de todas formas, es una tortura” –pensé, caminando a un lugar que los hombres me depararon, que continuaba siendo gris, pero, en esta ocasión, encerrado por una alta torre de vigilancia y un centro que parecía una especie de gimnasio. Mientras avanzaba, veía cómo a mis “hermanos” los congregaban para que fueran torturados. Escuché látigos en cuerpos, olía a humedad y a un hedor putrefacto como si hubiera muchos cuerpos descomponiéndose. El paisaje, sus olores, lo visto, lo oído me horrorizaba. Me atemorizaba lo que me esperaba. La incertidumbre de morir dolorosamente, de tener una agonizante muerte, de ver y sentir a alguien riendo mientras me tortura me sumían en voraz temor.
                Sin embargo, no me dirigían a ningún lugar que no fuera como a los que asistían mis “hermanos”. Iba a otro centro. Me vigilaban otros hombres. Sin duda, quisieron infundirme pavor. Súbitamente, me vi solo, en una pieza, que solamente, en su parte delantera, tenía una gran pantalla que se encontraba encendida. La tortura fue ésa: día y noche, sin pegar pestañas, frente a una pantalla, pensando que esta fuera mi única realidad.

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