Bajaron de un autobús. Dos hombres
me tomaron del brazo. Grité. Callé. No tuve oportunidad: me quedé como si
estuviera caminando para atrás, pues los dos hombres me tiraban de los brazos;
yo solo me arrastraba. Intenté cerrar los ojos. Quizá haciéndolo,
el tiempo podría pasar más rápido. Pero no pude. Mis ojos se mantuvieron
abiertos. Se quedaron con la imagen de una profunda calle desapareciendo,
mientras mi cuerpo se dirigía a un lugar, que con mi vista, no podía
identificar.
Sentía mi cuerpo levitar, hasta que, de pronto, caí en un pétreo
piso, metalizado. Quejumbrosamente, traté de pararme, mientras el suelo se
movía.
No lograba ver, pero sí oía gemidos y gritos. Intentaba comprender esto, mas los recuerdos de mis acciones estaban difusos. Sabía que este piso correspondía a un autobús, tal vez policial, y que el movimiento era la consecuencia en tanto nos dirigiéramos a un lugar. ¿La razón? No la descifraba.
No lograba ver, pero sí oía gemidos y gritos. Intentaba comprender esto, mas los recuerdos de mis acciones estaban difusos. Sabía que este piso correspondía a un autobús, tal vez policial, y que el movimiento era la consecuencia en tanto nos dirigiéramos a un lugar. ¿La razón? No la descifraba.
Nuevamente, dos hombres exclamaron que saliera –“¡sal de ahí... ven
con nosotros!”-. Entre mi arrobamiento, me costaba reaccionar frente a un
estímulo. Como no res
pondí, estos hombres, con su robustecido cuerpo, sus grandes manos, me cogieron violentamente y salí.
pondí, estos hombres, con su robustecido cuerpo, sus grandes manos, me cogieron violentamente y salí.
Salí. Se prolongó el grisáceo del pavimento, hasta su forma,
incluso, las límpidas murallas del sitio tomaron todos estos metalizados
colores. Caminé a la fuerza por un delimitado sendero, mientras muchos de estos
hombres –ya no eran solamente dos, sino más- caminaban raudamente con armas en
sus hombros y látigos que colgaban de sus cinturas.
-¡Camina rápido... Ponte a la fila! –me rugió el hombre, cerca de
mis oídos, insistiendo en que debía regirme a su orden.
Me ubiqué como me dijo el
hombre, en una no tan larga
hilera. No demoré en llegar a lo que pareciera ser el principio. Mis sensaciones se escabulleron y transformaron en una incinerante curiosidad, porque, hallándome en el aparente inicio, uno de estos hombres, tartamudeando y obviando algunas reglas gramaticales, comienza a darme una sentencia, a la cual debía nomás que obedecer.
hilera. No demoré en llegar a lo que pareciera ser el principio. Mis sensaciones se escabulleron y transformaron en una incinerante curiosidad, porque, hallándome en el aparente inicio, uno de estos hombres, tartamudeando y obviando algunas reglas gramaticales, comienza a darme una sentencia, a la cual debía nomás que obedecer.
-Los hombres acá ‘astigamos
duramente a los de ustedes. Según el daño que “hicistes”, no te pondremos a tortura. Mereces otra. Un
‘astigo...
“¿Qué ‘otra’ tortura? Bueno, de todas
formas, es una tortura” –pensé, caminando a un lugar que los hombres me
depararon, que continuaba siendo gris, pero, en esta ocasión, encerrado por una
alta torre de vigilancia y un centro que parecía una especie de gimnasio. Mientras
avanzaba, veía cómo a mis “hermanos” los congregaban para que fueran torturados.
Escuché látigos en cuerpos, olía a humedad y a un hedor putrefacto como si hubiera
muchos cuerpos descomponiéndose. El paisaje, sus olores, lo visto, lo oído me
horrorizaba. Me atemorizaba lo que me esperaba. La incertidumbre de morir dolorosamente,
de tener una agonizante muerte, de ver y sentir a alguien riendo mientras me
tortura me sumían en voraz temor.
Sin embargo, no me dirigían a
ningún lugar que no fuera como a los que asistían mis “hermanos”. Iba a otro
centro. Me vigilaban otros hombres. Sin duda, quisieron infundirme pavor.
Súbitamente, me vi solo, en una pieza, que solamente, en su parte delantera,
tenía una gran pantalla que se encontraba encendida. La tortura fue ésa: día y
noche, sin pegar pestañas, frente a una pantalla, pensando que esta fuera mi única
realidad.
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